Oratorio. Pensar...tal vez sentir.
Bitácora del Navegante. Oratorio.
Porque ya la misma palabra ‘sentimiento’ no carece de ambigüedades. Si bien le podemos dar denso contenido, el sentimiento como tal no indica una especial calidad humana. Más bien es lo que los humanos compartimos con el resto de nuestros parientes animales dotados de sentidos. Lo que nos hace humanos no son los sentidos ni sus actos sino, específicamente, la racionalidad. Para que el sentimiento, en el hombre, sea auténticamente humano, tiene que estar impregnado de inteligencia, de luz; y, en el cristiano, de evangelio, de palabra de Dios, de Logos.
De allí que cuando alguien, frente a argumentos de orden racional, intelectual, responde ‑como zanjando la cuestión‑ con un “yo no lo siento así”, está renunciando precisamente a lo que tiene de propiamente humano: el pensar. Distinto sería si respondiera: “no, yo lo he reflexionado, estudiado, argumentado y por eso pienso de tal o tal otra manera”.
Por otra parte ya lo había demostrado Aristóteles y lo ha desarrollado bien en su momento Schopenhauer, el sentir como tal es algo que permanece en el sujeto, en el yo. El sentimiento no toca la realidad, sino que se confunde con las reacciones hormonales, la electroquímica de las neuronas, las reacciones fisiológicas que esa realidad provoca en mí. Es la razón, inteligencia la que, mediante los sentidos, llega a la realidad. Es el intelecto el que percibe el ser, la persona que está frente a mí, el Dios al cual rezo. El sentimiento queda siempre en el yo. De por sí, si no es guiado rectamente por la razón, por la inteligencia, es egoísta y ciego. Y, en sí mismo, totalmente incapaz de percibir al otro y, mucho menos, a Dios.
Vivimos sin embargo una civilización ‑o anticivilización‑ en la cual, sobre la razón, el saber, la sabiduría y, por lo tanto, los actos libres, priman los sentimientos. Basta escuchar las propagandas políticas o las peroratas de los dirigentes y aún de los predicadores para darse cuenta de que todos se mueven en el campo, no de los argumentos, sino del sentimentalismo, o lo que es peor, de los sentimientos más oscuros, que son los de los del odio, la envidia, la revancha, la lujuria...."
Pero las cosas comienzan en los catecismos con los cuales se degrada hoy la fe de nuestros niños y en las liturgias calcadas de fiestas infantiles y cuyos libretos pueriles se hace para ellos. Textos de catecismo que aún exprimidos con prensa hidráulica no traen el más mínimo contenido, salvo el de ‘Jesús es mi amigo’ o ‘la misa es una fiesta’ o ‘tengo que querer a todo el mundo sin discriminar’… En cambio sí muchas actividades de grupo –como pedía Pestalozzi‑, abrazos, palmetazos, experiencias sensoriales, palparse con los ojos vendados, rondas por el templo, sonríe, sonríe, Dios te ama, cantitos para oligofrénicos, títeres, matracas y porras, paseos por el presbiterio, y sobre todo –hasta donde alcance por supuesto la paciencia de los catequistas que al fin y al cabo son humanos- no imponer nada, no enseñar, no preguntar, nada a la memoria, nada de fórmulas, nada de doctrina, nada de diez mandamientos, nada de silencio ni disciplina en el templo …
Que eso ha pasado a la liturgia de los más grandes ya es algo de lo cual hemos hablado en varias ocasiones. De lo que se trata es, siempre, de ‘sentir’. No voy a Misa ‘porque no lo siento’. No rezo ‘porque se me fue el fervor o la devoción’, es decir se me fue lo que de por sí no son sino estados del sentimiento. Y, entonces, ¡a hacer sentir!: leer libros sin ideas pero empalagosos tipo autoayuda, tipo new age, mucho cuentito plagiado, nada de exigencias, tomarse de las manos en el Padre nuestro, en la febril actividad del beso de la paz desde el primero al último banco, el aplauso, el cura saludando simpaticón al comienzo de la Misa , liturgia festichola familiar o de club de barrio, batifondo, agitación de manos y de pies, predicaciones con intervención del auditorio, sonrisas amplias de locutor televisivo ‑falta el maquillaje‑, y, por supuesto, todo forzado –vaya Vd. después a pedirle al cura algo de su tiempo o sacramentos o confesión, o dirigirse en la calle al que abrazó efusivamente en el rito de la paz…
En ese mismo sentido, sin pronunciarnos al respecto ¿qué decir de las liturgias carismáticas, en donde el sentimiento es exacerbado por métodos de histeria colectiva, músicas encaminadas a ello, ondas de manos como en las canchas, directores de culto que parecen animadores de discotecas o de espectáculos rockeros o pastores electrónicos? ¿Qué comentar del auge de las apariciones y pseudoapariciones con desmayos, curaciones sin comprobación médica, lágrimas? ¿Qué pensar de masivas maratones a Luján en donde el éxito se cuenta por los centenares de miles de participantes que luego durante el año desaparecen de nuestras iglesias y de la conducta pública o de cualquier influjo auténticamente cristiano en la sociedad? Algún fruto, habrá, no lo vamos a negar: algunas confesiones, comuniones masivas impuestas a la gente en la mano por bandadas de ministros en estrafalarias vestimentas… Bueno, no hay que ser tan negativo… Pero ¿dónde ese calar a fondo de la antigua catequesis y predicación, majestuosa liturgia, que reformaba costumbres, creaba sociedades cristianas, promovía la estabilidad de la familia, formaba personalidades fuertes, lograba santos…? En fin, se nos ha ido el tiempo.
Empero digamos que tenemos la dicha de estar festejando hoy a nuestra Madre Admirable: devoción sin milagros espectaculares, sin revelaciones, sin desmayos, sin histerias… Simplemente la madre de los creyentes en un cuadro sin grandes pretensiones artísticas, fruto de la fe robusta de una muchacha francesa de la Vandée , tierra de mártires. Aquí, María no nos impulsa al sentimentalismo vacuo: imagen reposada que sugiere plegaria y estudio en su libro de oraciones, laboriosidad en su madeja de lana, modestia, en la sencillez de su vestido, en la calidez sin retoques de su cara. Fe ilustrada, pensada, meditada, y vivida en la sencillez de la vida cotidiana. Preparándose a ser madre de Jesús. Y madre nuestra.
Así sean nuestras madres cristianas. Mujeres en serio, mujeres de oración y de ejemplo, madres de los buenos sentimientos de sus hijos, pero también madres de sus mentes, de sus corazones y de sus virtudes. Madres conscientes, sabias y santas, madres de hermanitos y hermanitas de Jesús."
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