miércoles, noviembre 10, 2004

Pensares: El Drama y nuestro Destino

Bitácora del Navegante. Pensares.

La intención era compartir un cuento de Menapace sobre la pobreza. Pero en el texto encontré unas palabras que me atrajeron del resto, como una flor en el desierto.

"...Despacio se puso de pie, se quitó el poncho y lo tendió en el suelo. Se sacó las botas y las colocó en el centro. Luego el facón, el pañuelo, la faja y el chambergo. A cada pilcha que entregaba, el hombre se iba empobreciendo. Los grandes momentos de la vida no necesitan dramatismo. El drama es el escenario ficticio que necesitan ciertos acontecimientos cuando carecen de suficiente espesor para impactarnos por sí mismos. O cuando no han sido aceptados por la rumia y nos resultan indigestos. Por eso el hombre, sin broma ni drama, ató las cuatro puntas del poncho que contenía todo los suyo..."

Entonces vi la escena como una película: lo ví al paisano despojarse de todo, frente a la no continuidad. Un río atravezaba su camino. No era necesario cruzarlo, claro. El hombre podría haberse quedado en el mismo lado, con sus pertenencias bien adheridas al cuerpo como una segunda piel.
Creo que de haber hecho eso, hubiese justificado su conducta, para poder seguir viviendo. Nadie con conciencia puede vivir por ella castigado, debido a una elección: como seres racionales, alguna respuesta debe haber que aquiete los temblores de las manos, las agujas del corazón... y que calle esa voz que nos divide, la que hubiese justificado el otro destino.
Creo que se hubiese aferrado más que nunca a sus pertenencias: al fin y al cabo, por ellas no cruzó el río. Le bastaría la inseguridad del futuro, para atestiguar la materialidad de su presente.
No quiere perder su riqueza, y sin embargo no se da cuenta que lo que gana empobrece su fe.
En el cuento, el paisano cruza. Pero lo que me llama la atención, es ése carácter manso que le pone Menapace al tipo.
Manso pero no conforme.
No está conforme con que el río del azar le pida desnudarse para seguir, o quedarse con lo que tiene en el lugar donde está, claro.
Pero tampoco está conforme con arriesgarse y quizás perder todo lo que tiene.
Y sin anestesia iluminada, afrontando con calma este dolor de decidir, enfrenta su destino.
No es la tragedia de Antígona, la que sabía que cruzar el arroyo vedado exigiría tal vez su vida, y aún así no se detiene.
Tampoco es la concepción moral, que desprende la teología de los dioses griegos: ellos suelen jugar y entretenerse con los mortales. Y confrontar con un dios (Ulises lo sabe...) es someterse a su castigo irremediable.
No.En el cuento que transcribo, una Decisión no es una tragedia, si es el propio ser que elige, la voluntad que empuja, y la fe que ayuda.
Es un trago amargo. Es intranquilidad, miedo a la desnudez. Es un esfuerzo arriesgado.
Ninguno de los dioses nos obliga a cruzar. El río está ahí, como tentando por nada, es cierto.

Si no vas del otro lado del río, seguramente te convendrá pensar que allí no hay nada.

LA POBREZA Y LA FE

"No habrá tenido mucho. Pero lo que tenía era muy suyo. Sobre todo, porque de tanto llevarlo encima había terminado por sentir indispensables todas esas realidades: sus botas, su poncho, sus ropas, su chambergo y su facón. ¡Habían compartido tantas cosas juntos, que había terminado por encariñarse con todo eso! Más que cosas suyas, las sentía como parte de sí mismo. Como realidades de su misma historia. Al sentir consigo todas esas realidades, se sentía viviendo una historia con continuidad: historia con pasado. Y todo hombre que está en camino siente la tentación del pasado. Tentación que se concretiza en el poseer; en el no dejar. Al llegar a la orilla de ese río, la opción le resultó dura. Esa realidad del río que atravesaba como un tajo su camino, le exigía una decisión dolorosa. No es que no quisiera atravesarlo; ¡si para eso se había puesto en camino! Lo duro no estaba en vadearlo; sino en que para vadearlo debía tomar una actitud nueva frente a todas sus cosas viejas; frente a todo lo que era suyo; frente a todo lo que se le había adherido. Todo bicho exigido a dejar el pellejo, busca arrinconarse. Lo busca hasta el gusano que quiere ser mariposa. Para poder crecer hasta el volido, necesita aceptar el retiro del capullo. La rosa y el gusano lo hacen por instinto; al cristiano, por ser hombre, le toca decidirlo. Al llegar a la orilla del río, nuestro hombre se acurrucó en silencio. Antes de despojarse por afuera necesitaba unificarse por dentro. Necesitaba mirar la correntada, dejar que ella le entrara por los ojos y se le fuera corazón adentro. Necesitaba que el corazón pasase primero, para poder luego seguirlo su cuerpo. En esa actitud se le fue la tarde, y la noche le cayó encima con todo su misterio. Y en esa actitud lo pilló el lucero. Fue entonces recién cuando dijo: "sí". Un sí que lo venía arreando desde lejos. El mismo sí, que lo pusiera en movimiento al comienzo. Despacio se puso de pie, se quitó el poncho y lo tendió en el suelo. Se sacó las botas y las colocó en el centro. Luego el facón, el pañuelo, la faja y el chambergo. A cada pilcha que entregaba, el hombre se iba empobreciendo. Los grandes momentos de la vida no necesitan dramatismo. El drama es el escenario ficticio que necesitan ciertos acontecimientos cuando carecen de suficiente espesor para impactarnos por sí mismos. O cuando no han sido aceptados por la rumia y nos resultan indigestos. Por eso el hombre, sin broma ni drama, ató las cuatro puntas del poncho que contenía todo los suyo. Lo voleó tres veces como un lazo para darle impulso y lo tiró por encima de la correntada para que fuera a caer a la otra orilla. De este modo colocaba lo suyo allí donde él mismo debía llegar. Hacía que lo suyo se le adelantara para esperarlo en la meta. Y allí quedó él, en la orilla de acá, liberado de todo para poder vadear mejor ese río y urgido a vadearlo para poder encontrarse con todo lo suyo, que lo había precedido. Porque era un hombre que amaba profundamente lo suyo. Nada se ha de perder de lo que el Padre nos ha dado. Hace más de veintitrés siglos un joven salmista, al que le pasó algo parecido, le decía al Señor en un largo poema:
Yo pongo mi esperanza en vos Señor, que no quede frustrada mi esperanza (Salmo 118) "
Cuento de Mamerto Menapace.