martes, noviembre 23, 2004

Descontexto: La tristeza de los argentinos.

Bitácora del Navegante. Descontexto.

"Pocos países en el mundo debe de haber en que el sentimiento de nostalgia sea tan reiterado: en los primeros españoles, porque añoraban su patria, lejana; luego en los indios, porque añoraban su libertad perdida y su propio sentido de la existencia; más tarde en los gauchos desplazados por la civilización gringa, exilados en su propia tierra, melancólicamente rememorando la edad de oro de su salvaje independencia; en los viejos patriarcas criollos, porque sentían que aquel hermoso tiempo de la generosidad y de la cortesía se convertía en el materialismo y mezquino territorio del arribismo y de la mentira; en los inmigrantes, porque extrañaban su viejo terruño europeo, sus costumbres milenarias, sus navidades de nieve junto al fuego, las viejas leyendas de sus lares.
En este país de snobs hay respecto a la tristeza argentina dos momentos capitales: el primero, de embobamiento ante los pensadores europeos que nos la revelaron; el segundo y casi simultáneamente, el de reacción, por una de las tantas manifestaciones de nuestro sentimiento de inferioridad; como si fuera más honorable ser alegre, como si precisamente nuestra tristeza no fuese una manifestación de alguna excelente condición de nuestra conciencia. ¡Bueno fuera que, con todo lo que nos pasa, tuviéramos además la ligereza de vivir en el mejor de los mundos!
Son tristes o melancólicos o amargos los mejores exponentes de nuestra literatura Martín Fierro, Don Segundo Sombra, los relatos de Cambaceres y Payró, las mejores cosas de Roberto Arlt y de Quiroga. Cada vez que somos profundos, somos melancólicos o tristes. Cada vez que, forzados por teorías o recriminaciones intentamos ser alegres ofrecemos en nuestros libros un espectáculo tan torpe y caricaturesco como el del clásico grupo de argentinos que intenta divertirse en una boite.
Nuestra nostalgia, nuestra tristeza nuestro profundo sentimiento de soledad, hasta nuestro cínico exitismo revelan —de manera directa o inversa— una curiosa propensión metafísica. Ya he señalado algunas de las causas de la reiterada nostalgia argentina: la reiterada sustitución de jerarquías y valores. Hay otra causa: el desierto. Ya desde los mismos orígenes, cuando los amargados segundones de España llegaban a probar fortuna en este inmenso territorio vació en este paisaje abstracto y desolado, seguramente empezó a surgir esa tendencia hacia la reserva y el silencio que luego fue carácter peculiar del gaucho, como lo es siempre de todo hombre del desierto. No es casual que las grandes religiones monoteístas de Occidente nacieran en el desierto, en solitarios hombres enfrentados con esa metáfora de la Nada o de lo Absoluto que es la llanura sin atributos. También aquí surgió de su anonadamiento en la Pampa la propensión religiosa y la esencial melancolía del paisano. A esto se agregó más tarde, cuando el país abrió las puertas a la inmigración y a la máquina, el sentimiento de exilio en su propia tierra, que tan patéticamente pintó Hernández en su novela. Con el tumultuoso y materializado desarrollo de Buenos Aires, con la corrupción y la venalidad de sus políticos con el arribismo y el cinismo de los hombres que debían ser los padres de la nación y apenas resultaban ser sus explotadores, los sentimientos de exilio, de injusticia, de no encontrar un sentido a la existencia, agravan esa propensión del argentino y lo complican, para colmo, con un profundo resentimiento social, que a menudo se transformará en lo que podríamos llamar resentimiento metafísico. Y así como Hernández lo había expresado para el gaucho del 70, nadie tan genialmente como Enrique Santos Discépolo lo hará para el hombre de la calle de nuestro tiempo. Ese existencialista del tango, ese poeta que admirablemente pregunta: ¿Dónde estaba Dios cuando te fuiste en una modesta canción popular (como esos santos que hacen sus grandes acciones en el anonimato) nos dice que siempre

"el mundo fue y será una porquería, que siempre ha habido chorros, maquiavelos y estafados, contentos y amargados, valores y dublé";
pero con profunda amargura y desengaño, piensa que el siglo XX es un despliegue de maldad insolente":
Vivimos revolcaos en un merengue y en un mismo lodo todos manoseados.
Hoy resulta que "es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante o sabio que chorro o estafador, lo mismo burro que un gran profesor; no hay aplazados ni escalafón. Si uno vive en la impostura y otro roba en su ambición, da lo mismo que si es cura, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón".
¡Qué falta de respeto.Que atropello a la razón!¡Cualquiera es un señor!¡Cualquiera es un ladrón!Mezclao con Stavisky va don Boscoy la Mignón;don Chicho y NapoleónCarnera y San Martín"
¡Cuánta amargura hay en estos versos, cuánta tierna y malograda ilusión por los seres humanos y por la vida y por la patria convertida en un trapo ensuciado con lágrimas y barro!

Igual que en la vidriera irrespetuosa
de los cambalaches
se ha mezclao la vida
y herida por un sable sin remaches
ves llorar la Biblia
contra un calefón!
Y mientras Enrique Santos Discépolo iba arrastrando por Corrientes su infinito desprecio por la raza humana y su infinito amor —esa contradictoria mezcla que siempre tuvieron los santos— , Roberto Arlt escribía sus novelas que algunos creen costumbristas pero que en realidad son mágicas y desaforadas fantasías de un ser desgarrado por el mal metafísico. Y mientras estos dos poetas salidos del arroyo escribían a su manera el Tratado de la Desesperación, otro poeta, salido de la clase alta, atormentado y auténtico, lograba desgarrar su formación esteticista para expresar, a través de un mito, su ansiedad metafísica; porque tampoco Güiraldes es grande por haber descripto una realidad externa y su libro sería casi inaceptable desde el ángulo de las meras costumbres.
Así como las grandes convulsiones geológicas revelan tumultuosamente los secretos de la entraña terrestre, los cataclismos sociales ponen de manifiesto lo que hay en las regiones más profundas del ser humano en general; ya que la condición humana no se revela en abstracto sino a través de las circunstancias concretas de espacio y tiempo en que la existencia tiene lugar. Y nuestra patria, desde sus mismos orígenes sacudida por los trastornos sociales, parece particularmente apta para una literatura de fondo. Y hoy mismo existe la oportunidad de una novela trascendental; una novela o un gran poema que haga con el obrero peronista de hoy lo que Hernández hizo con el paisano de su tiempo; una novela o un poema que sea capaz de descender a los más hondos repliegues de nuestra raza en destierro, es decir: en tristeza y desesperación..."
"Todo lo cual no significa que nuestra literatura haya de ser fatalmente triste y desesperanzada. El hombre no solo está hecho de desesperanzas, sino también de esperanza y de fe; no sólo de muerte, sino también de ansias de vida; tampoco únicamente de soledad, sino de comunicación y de amor. La obra de Saint-Exupéry muestra cómo una literatura puede ser existencial y no obstante estar impregnada de cálido espíritu humano. Dijo Nietzsche que un pesimista es un idealista resentido. Tal vez podría modificarse esta afirmación diciendo que es un idealista desilusionado; o, mejor todavía, que nunca termina de desilusionarse, ya que está en la condición del idealista su inagotable candor. Y así como la desilusión nace de la ilusión, la desesperanza nace de la esperanza, generalmente de una gran esperanza. De modo que el pesimismo de la literatura contemporánea es, paradojalmente, el signo de su profunda y generosa fe en el hombre. Los escépticos, los que nunca creen en nada, tampoco llegan a ser pesimistas. Y por eso la literatura de hoy, la mejor, la más poderosa y genuina, jamás desciende al mero escepticismo, como tan a menudo lo hacía en los felices tiempos de Anatole France: a lo más, incurre en la trágica desesperación que sigue al derrumbe de una fe y que siempre es un anuncio de otra.
El hombre necesita un Orden, una estructura sólida sobre la cual hacer pie. Creyó hallarlo en el orden científico, pero finalmente comprendió que era ajeno a nuestras más profundas necesidades espirituales: el derrumbe de la civilización tecnolátrica, cualesquiera sean sus causas materiales, ha revelado que ese orden científico, lejos de ofrecernos una base segura nos convertía en esclavos de una implacable maquinaria; cuando creíamos haber conquistado el mundo, descubrimos que estábamos a punto de ser aplastados por él, y entonces comprendimos que era otro orden el que necesitábamos.
Y así como surgieron los nuevos mitos surgió la nueva literatura: primero como una ansiosa investigación del caos, como un examen a fondo del alma humana, de sus angustias, terrores y esperanzas; luego, y a través de esa indagación, un intento, casi siempre oscuro, de ofrecernos también un Orden, un rumbo en medio de la tempestad. En una sociedad dominada por fetiches o por farisaicos pequeños dioses burgueses, escritores como Dostoievsky iniciaron la revisión implacable de los falsos valores.
Pero el orbe novelístico es el mundo de los deseos, de los sueños e ilusiones, de la realidad que no fue o no pudo ser: siempre un poco el inverso del mundo cotidiano. Y manifiesta una tendencia a realizar lo contrario de que existe. De ese modo, en el siglo del orden burgués proclamó el desorden y la anarquía, y héroes como Raskólnikof pusieron bombas debajo de los puentes y vías de comunicaciones del mundo hipócrita en que se desenvolvían. Pero, ahora, cuando dos guerras totales, nazismo, totalitarismo y campos de concentración han traído el caos universal, la novelística busca inconscientemente una nueva tierra de esperanza, una tierra firme en medio de la gigantesca inundación. Se ha destruido demasiado y ansiosamente se busca una nueva tabla de valores. La novela, por su esencia misma, tautológicamente, es novelesca, es decir "romántica". Y cuando lo real es la destrucción y la desesperanza, lo romántico no puede ser sino la fe. No es arriesgado suponer que en los próximos tiempos la novela que más resonancia tenga en el corazón de los hombres sea la que de alguna manera sea capaz de suscitar una nueva esperanza. (1)

(1) Fragmento de un ensayo sobre literatura argentina, en preparación.
La tristeza de los argentinos, Ernesto Sabato, Santos Lugares, 1958