martes, junio 29, 2004

Bitácora del Navegante. Descontexto.

La Abogacía. Esta, nuestra antigua vocación por la justicia... tan necesaria, tan idealmente noble, tan comúnmente bastardeada...


Exodo 23, 1-19: “No falsearás el derecho del pobre en sus causas. Guárdate de toda mentira y no hagas morir al inocente y al justo (...). No aceptarás regalos, porque el regalo ciega incluso a los que tienen la vista clara y pervierte las palabras de los justos”
Isaías (1,17): “Aprended a hacer el bien, perseguid la justicia, socorred al oprimido, haced justicia al huérfano y defended a la viuda”.
En Grecia la abogacía alcanzó su verdadera entidad y el status de profesión cuando los sofistas distinguieron entre las leyes de la naturaleza (physis) y las que regulaban las relaciones entre los hombres (nomoi). Esa ruptura entre normas naturales y convencionales hizo necesaria la aparición de los primeros abogados.
Los griegos celebraban los juicios al aire libre, en la colina de Marte, por que pensaban que no se podía impartir justicia si el juez y el acusado permanecían bajo el mismo techo. Fue en aquellas sesiones cuando los ciudadanos empezaron a resolver sus diferencias en el Areópago acompañados de un experto en oratoria que se encargaba de convencer al juez de su inocencia. A cambio, los oradores solían conseguir algún favor político hasta que uno de ellos, Antisoaes, puso precio a la asistencia jurídica y cobró, por primera vez, en efectivo. Lógicamente, la costumbre se extendió al resto de los abogados y, desde entonces, el cobro de honorarios se convirtió en una práctica habitual.
Gorgias: “Nada es ni cierto ni falso pero se puede demostrar que lo es”.
Demóstenes: “Las palabras que no van seguidas de los hechos no sirven de nada”.
Se dice que en el siglo V a. C, Protágoras daba clases de retórica a Euathlos, un joven que quería ser abogado. A cambio de sus lecciones, el alumno se comprometió a pagarle las clases con los honorarios que recibiera cuando ganara su primer juicio; sin embargo, fue pasando el tiempo y como Euathlos no llegaba a ejercer, Protágoras decidió demandarlo no sólo para cobrar su sueldo sino también para mantener a salvo su reputación en Atenas. El planteamiento del maestro fue muy sencillo: si ganaba el juicio, Euathlos tendría que abonarle las clases de retórica por que le obligaría la sentencia y si, en caso contrario, perdía, eso querría decir que el alumno habría ganado su primer juicio y que, por lo tanto, debería saldar su deuda con él. En cualquier caso, ganaba. Pero el alumno debió aprender muy bien aquellas lecciones que aún tenía sin pagar y preparó una magnífica defensa: si perdía el juicio, no tendría que dar nada a su maestro por que no habría ganado su primer pleito y si, por el contrario, ganaba el caso, tampoco debería abonar las clases porque eso querría decir que el tribunal le habría dado la razón a él y que la sentencia reconocería su planteamiento. En cualquiera de los casos, ganaba. ¿La solución? El rompecabezas sobre cuál de los dos abogados tenía razón continúa abierto, hoy en día, con filósofos y juristas que defienden a uno y a otro. Al final, una frase de Protágoras resume perfectamente el sentir de este debate: “un abogado puede convertir en sólidos y fuertes los argumentos más débiles”.
En los primeros siglos de nuestra era, los “advocati” estudiaban Derecho en escuelas como la Sabiniana y la Proculeyana, donde destacó el maestro Gayo, un jurista desafortunadamente poco valorado, que escribió las “Instituciones”, un manual didáctico para abogados principiantes que tuvo una gran repercusión, sobre todo en Bizancio. Otros jurisconsultos de la época como Pomponio, Paulo, Modestino o Ulpiano también escribieron colecciones de casos prácticos (responsa, questiones y digestas) que sirvieron de gran ayuda a los primeros “advocati”, de donde procede, etimológicamente, nuestra denominación actual.
Durante la República, el ejercicio de la asistencia jurídica había sido gratuito pero, como sucedió en Grecia, en poco tiempo se generalizó la entrega de regalos en especie, los “honorarii”, que aunque fueron prohibidos por la “Lex Cincia de Donis et Muneribus” en el año 204 a. C., en la práctica, continuaron abonándose hasta que el emperador Claudio, en el siglo I, los restableció definitivamente.
Con la caída del Imperio Romano, la península ibérica se rigió por el Liber Iudiciorum o Fuero Juzgo, un cuerpo de leyes común para visigodos e hispano-romanos que citaba expresamente a los que denominó voceros, personeros o defensores, por ejemplo, en la Ley Novena donde reguló que “el pobre que litigase con un rico pudiese nombrar un defensor tan poderoso como éste”.
En cuanto a las escuelas jurídicas, mientras los musulmanes de Al-Andalus centraban sus conocimientos en el álgebra, la química o la medicina; en los reinos cristianos del norte, los monasterios impartían clases en latín de teología, gramática, retórica y dialéctica, entre otras asignaturas.
Fue a partir del siglo X cuando algunos monasterios como Albelda, Ripoll, Silos o La Cogolla comenzaron a dar lecciones de “leyes” y “decretos” utilizando el método escolástico. A finales del siglo XII, el desarrollo de aquellas “schollas” dio lugar al nacimiento de los “studium” (universidades) de París, Salerno, Montpellier y, sobre todo, por lo que respecta al ámbito jurídico, de Bolonia, donde se formó nuestro patrón, san Raimundo de Peñafort, y donde surgió una escuela que fue capaz de reunir en una sola obra, el Corpus Iuris Civilis, la legislación de Justiniano, anotada con glosas o comentarios, formando una recopilación que ejercería una gran influencia en todo el Derecho europeo posterior.


Carlos Pérez Vaquero, Valladolid, España
http://www.othlo.com/hhumanidades/historia/03abogacia.htm