miércoles, junio 28, 2006

Homenaje. Paul Groussac.

Bitacora del Navegante. Homenaje.

Fechas con recuerdos visitan el calendario argentino. 77 años se cumplen de la desaparición del buen señor Groussac. Cuando lo mencionaban o lo leía en la secundaria, siempre me preguntaba, Quién es este francesito que ocupa los libros de Historia, encadenado a tan queridos personajes como Mariano Moreno y Jorge Luis Borges? Qué hacía tan al sur este gallito bleu llamado Paul Groussac?
"...apenas desembarcado se había ganado la vida como ovejero en San Antonio de Areco.
José Manuel Estrada fue quien los reunió y así se decidió el rumbo futuro de Groussac: Avellaneda le ofreció dos cátedras en el Colegio Nacional de Tucumán, hacia donde partió en 1871.
Aunque un apremiante encuentro romántico en la Recoleta lo hizo levantar apurado de la reunión, Groussac quedó por siempre agradecido a Avellaneda a quien dedicó un antológico y admirable retrato, físico y psicológico en Los que pasaban.
Groussac se afincó unos años en Tucumán pero quedó ligado a ella para siempre, por la labor docente, intelectual y política, por los amigos que se ganó, e incluso por lo que recordaría en su ancianidad de “amores antiguos”, como dice la zarzuela, con el sabor de la nostalgia. El biografiado dedicó muchas páginas a su propia historia, valiéndose en ocasiones del género novelístico (Fruto vedado por ejemplo, que lo tiene de protagonista apenas disimulado). El biógrafo, con singular pericia, ha sabido entrelazar la larga existencia de Groussac a partir de su propio testimonio, lo ha confrontado con los de sus contemporáneos, ellos mismos a menudo plasmados en textos ora entusiastas, ora despiadados, que les dedicara este francés de brillante inteligencia y de carácter colérico, como acertadamente resume el título de la obra.
Groussac amó apasionadamente la Argentina, en la que eligió quedarse para que fuera patria de sus numerosos hijos. Pero la amó con impaciencia, con dosis de intolerancia frente a los defectos y mezquindades de sus contemporáneos, reproches de los que él mismo no estuvo exento.
Anudó grandes amistades, Goyena, Roque Sáenz Peña, Carlos Pellegrini, y sufrió el desgarro de muertes prematuras, que dejaban un vacío en el país mismo.
Fue un hombre de cultura universal, renacentista, dominó el castellano con igual fluidez que el francés de origen, y hasta escribió en inglés.
Viajó mucho, aunque para ello dejara más de una vez a su esposa en vísperas de parto.
Hasta el final de sus días se sintió unido a su Francia natal, aunque Toulouse (de donde salió por un conflicto familiar que queda en la oscuridad), progresivamente se le fuera haciendo más extraña.
Como quien peregrina, fue a visitar a Víctor Hugo, quien ya caía en la senilidad. No pudo entablar un diálogo con el autor de Hernani, había llegado demasiado tarde. Pero sí lo hizo con Alphonse Daudet, Émile Zola y “el tigre” Clemenceau. A Rodin intentó convencerlo de modificar su estatua del Sarmiento que hoy admiramos en Palermo. No tuvo éxito, y al desvelarse el bronce, se escucharon manifestaciones de rechazo a una obra en la que no se reconocía a la persona evocada.
Director de la Biblioteca Nacional, Groussac hizo del solar de la calle Méjico un poderoso foco de irradiación de las letras, la filosofía y hasta la música (los “conciertos de la Biblioteca” tenían a su frente a su pariente político, el compositor Alberto Williams, alumno de César Franck y pionero de la música argentina). Contribuyó desde ese cargo a la cultura argentina desde dos publicaciones periódicas que recogieron lo más granado del pensamiento de su tiempo y del suyo propio.
Como historiador, legó obras sobre los fundadores de Buenos Aires, sobre Liniers, su compatriota de trágico fin; y algo que hoy día sigue teniendo vigencia, Les iles Malouines, reivindicación de la soberanía argentina sobre ellas en base a cuidada documentación.
En sus últimos años quedó ciego, al igual que su predecesor, José Mármol, y que Borges, el más ilustre de sus sucesores.
Antes de morir, el 27 de julio de 1929, cedió en su férreo agnosticismo, y recibió los sacramentos. Su hija Cornelia, el báculo de su vejez, había logrado horadar su resistencia. Quizás recordó entonces sus confesiones de niño con el P. Lacordaire, quizás fue la apuesta pascaliana, quizás la imagen de San Vicente de Paul, estrechando en sus brazos un niñito huérfano como expresión de la más alta caridad, o la palabra oportuna y respetuosa de Enrique Ruiz Guiñazú.
Groussac se preguntó alguna vez, y esta biografía nos lleva a formular el mismo interrogante, si de haber regresado a Francia en su juventud hubiera logrado una celebridad de que gozaron escritores contemporáneos en Europa. La pregunta es de aquellas que se llevan a la tumba, porque no tiene respuesta.
Hoy, Groussac es un virtual desconocido, como puede comprobarse con sólo preguntar a los estudiantes universitarios. No sé si, como en mis tiempos de la secundaria, se sigue leyendo su retrato de Avellaneda, con aquello de “la barba asiria luego felizmente recortada”. Pero quizás este olvido no sea mayor a la de tantos que un siglo atrás estaban en Francia, de una u otra manera, sous la Coupole y cuyos nombres tampoco dicen mucho a las nuevas generaciones.
Tempora fugit..."
Al gran Paul,
con acento francés, Saluté!