Tintas. Canto XIII. Final.
Miró primero sus manos ajadas. Luego los harapos que llevaba puesto, y por fin, las lágrimas que derramaba sobre la arena. Mortajas de la misma materia, agua y sal, dehacían el rastro de las penas.
Miró después húmedamente, el horizonte; le pareció que la vastedad del paisaje formaba la tramposa oquedad de unas fauces inentendibles; y que su mismo ser era el alimento.
Se incorporó. Tomó rumbo a la ciudad.
Una vez allí, caminó hasta la Casa del Rey.
Echado en el umbral de la puerta, descubrió entre estiercol un perro viejo, que tenía su misma mirada.
Silencio… las cítaras no tañían, las voces no cantaban...
Revivieron sus ojos... para recorrer con una mirada aguda a cada uno de los comensales, al hijo del Rey, a la esposa del Rey ausente.
Y dijo:
-Ustedes!… yo!... yo soy el Rey!.
Todos miraron la burla del destino: se sabe que los dioses juegan con nuestras vidas.
Los mas cercanos al anciano se abalanzaron como en un gesto preparado; lo asieron de los hombros hundidos, de los tobillos flacos, y lo arrojaron a la calle.
El anciano volvió de la fiesta al luto; de la compañía a la soledad; de la ignominia a la injusticia; de la vida a la muerte; de la fantasía, a la realidad.
Golpeó contra el suelo pedregoso; reales piedras, reales dolores.
Y detrás de él, cerraron las puertas. La música continuó, mezclada con risas alegres y desentendidas. Volvió el órden, desde el punto exacto donde había sido interrumpido.
Odiseo alcanzó a entrever una vez más - la última -, su destino.
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