sábado, noviembre 27, 2004

Tintas. El hombre.

Bitácora del Navegante. Tintas.

Anochece.
Un hombre porta un corazón roto. Camina sin rumbo, desorientado. Se detiene en una despensa y pide alcohol; no consigue y no conseguirá en los próximos intentos. El destino parece dejarle un laberinto solitario: su habitación de hotel. Al llegar, el hombre se recuesta y nota que no le ha dejado de doler el alma. Llama por teléfono a su amigo, quien no podrá acompañarlo –el final está escrito en el libro de ese día-.
El hombre toma la Biblia, lee algunos pasajes de Qohelet, abiertos al azar… “todo es vanidad”. Se lamenta no haber conseguido la bebida.

Y entre el dolor cruel, sin anestesia, intuye que esta escena de soledad, en una pequeña habitación de la gran urbe, le es preparada.

De pronto el hombre abre la puerta, entra y saluda a aquél que está acostado. Se sorprende de verlo y de que le dé un largo abrazo. Conoce su desdicha en ese instante, pero tiene que partir a un encuentro, con la promesa de volver con el alcohol.
El hombre, vencido, duerme. Quizás sueña.


De madrugada; u
n golpe en la puerta, movimientos, palabras confusas… alguien cierra la puerta por fuera, y cae sobre el hombre, el hombre. Ebrio, transpirado, angustiado pero suficientemente fuera de sí como para soportarlo, pide perdón al hombre por haberlo dejado sólo. Le dice que no merece estar sólo. Maldice la vida y cae al piso, donde después de resignar parte del alcohol que en sus entrañas lo transforma, se duerme entre los desechos, murmuros, sollozos y maldiciones, tomado de la mano del hombre.

Amanace.
El hombre duerme vestido en el piso, ahora con una almohada.
El hombre se levanta, deja en la mesa agua, galletas, la Biblia y aspirinas para el hombre, y luego sale a la calle.
Afuera, nubes negras anunciaban la tormenta
.