lunes, octubre 18, 2004

Descontexto: Aprende, niño...

Bitácora del Navegante. Descontexto.

"Viktor Frankl, en su precioso opúsculo "La búsqueda por el Significado", sugiere que por simetría a la Estatua de la Libertad en Nueva York se debería erigir otra a la Responsabilidad en San Francisco.
Con ello nos recuerda el autor que libertad y responsabilidad son el anverso y el reverso de una misma experiencia. Sólo el libre puede ser hallado responsable, así como el llamado a responder sólo lo puede hacer en cuanto es o fue libre.
La responsabilidad es la esencia de lo que en un sentido más restringido se conoce como conducta ética. Somos llamados a responder de lo bueno moral o de lo malo moral por el que hayamos optado, sea por acción u omisión."

"Por otra parte, porque el hombre es libre, su conducta no es genéticamente predecible, como lo es la de las demás especies animales. La función de lo instintivo y lo reflejo de las bestias se llena en el hombre primordialmente a través de normas que el individuo incorpora a su consciencia y que hace suyas durante ese largo proceso de crecimiento y maduración exclusivamente humanos que identificamos con la minoría de edad."

"Estas consideraciones nos llevan a tratar otro punto no menos importante: ¿que entendemos por vida del hombre libre en sociedad?
Siguiendo a K.R. Popper y al ya citado Hayek, la podemos visualizar en dos marcos grupales muy diferentes: o como en la sociedad cerrada o tribal o como en la sociedad abierta o de mercado. Esta relativamente reciente dicotomía conceptual de la vida social se remonta un siglo a la explícita distinción originariamente avanzada por un eminente sociólogo alemán, Ferdinand Toennies, entre comunidad ("Gemeinschaft") y sociedad ("Gesellschaft").
En la primera predominan las relaciones llamadas por los sociólogos "primarias", que son las interacciones entre el todo de una persona y el todo de otra (entre padres e hijos, entre esposos, entre amigos. . .). En la segunda predominan las llamadas relaciones "secundarias", interacciones entre segmentos de una persona y de otra (médico-paciente, vendedor-comprador, actor-audiencia, maestro-discípulo, jefe-secretaria. . .) o, como lo prefieren algunos, entre "roles" sociales.
Ahora bien, si el mundo de la comunidad, donde todos nos conocemos y donde cada uno se siente llamado a reir con el que ríe y a llorar con el que llora, está gobernado por la solidaridad, en los grupos secundarios, sobre todo en el de la gran sociedad abierta o del mercado, donde nos somos recíprocamente anónimos, nos gobernamos por el espíritu competitivo."

"Dado que en los grupos primarios el hombre encuentra apoyo emocional para sus crisis personales y en su seno le ocurren los eventos más significativos de su vida (el amor filial, la eclosión de la pubertad, el deleite conyugal, el nacimiento de los hijos, la muerte de sus seres queridos. . .) su libertad individual queda, por eso mismo, menoscabada, pues el grupo que emocionalmente motiva a una conducta determinada también controla la observancia de la misma.
En los grupos secundarios, en cambio, a los que además casi siempre se integra el hombre por propia iniciativa, el individuo se sabe más libre, aunque al precio de una mayor pobreza emocional.
Pero el hombre de hoy no se siente con frecuencia preparado para enfrentar con criterios éticos esa complejísima urdimbre de relaciones secundarias en la que ha desembocado su vida de relación. La ansiedad ante esta versión de anomia le lleva muchas veces a escapar hacia negaciones irracionales de su entorno social en las drogas, las ideologías, el poder, la promiscuidad sexual o el dinero, los contemporáneos "ídolos de la caverna" a que había aludido Francis Bacon siglos atrás.
Su desafío, entonces, consiste hoy en establecer libremente, a la escala de sus individuales necesidades emocionales, un equilibrio ético entre sus relaciones primarias y sus secundarias, equilibrio cuyo fiel de la balanza nunca cae exactamente igual entre dos personas; desafío que hasta la Revolución Científica del siglo XVII en alguna forma se lo habían tenido resuelto su "status" adscrito al nacer y las tradiciones religiosas que hacían su identidad cultural."

"Hoy, que lamentamos tanto la corrupción en el sector público, la escasa ética de los profesionales, los abusos de autoridad y las violaciones a diestra y siniestra de los derechos humanos (incluidos los de los aún no nacidos), la irresponsabilidad paterna y hasta la perversión de la familia, olvidamos que nos hemos dejado arrebatar poco a poco, porque nos resultaba más cómodo, nuestra libertad y nuestro sentido de la responsabilidad con el manoseo corrosivo de la legislación positiva. Hemos echado en saco roto, a fin de cuentas, la sabia amonestación de Benjamín Franklin: "El precio de la libertad es una eterna vigilancia".

"Por ello, y su experiencia personal, concluyó aquella extraordinaria castellana que veneramos como Santa Teresa de Jesús: "Un santo triste es un triste santo".
El mundo precisa de nuevo de la serena alegría de quien se abniega, es decir, del que está dispuesto a negar con prudencia sus intereses particulares a largo plazo en favor del interés de todos, en las raras ocasiones que se requiera.
Así lo soñó la Ilustración en sus mejores momentos "whing", esto es, liberales, antes de despeñarse por los vericuetos violentos de apasionamientos jacobinos durante las revoluciones políticas y sociales de los últimos dos siglos.
Es "la sonrisa de la Razón" que busca convencer y no imponerse, que Houdon esculpiera en el rostro de Voltaire, que Shiller hiciera rima sonora en su Oda a la Alegría y a la que Beethoven colocara sobre ondas de esperanzada melodía polifónica en su Novena Sinfonía.
Serenidad alegre, tan refractaria a las tentaciones de la riqueza fácil como renuente a una condena apocalíptica de los que no la comparten, como tampoco proclive a capitular con cada derrota.
Si se me diera a escoger un monumento ideal para ese hombre tenazmente libre y risueño escogería al Cristo de Emaús, dejada atrás su crucifixión.
A falta de un símbolo más accesible en este mundo neopagano, me resignaría a un segunda opción, una sola línea de un poeta lírico romano que cantó a la madre abnegada, dolida y paciente y exhortó al hijo ". . . aprende, niño, a reconocer a tu madre en su sonrisa. . ." ("Disce puer risu cognoscere matrem").-