lunes, septiembre 27, 2004

Domingo, Lc 16, 19-31, Orgullo y Soberbia

Bitácora del Navegante. Oratorio.

Alguna polémica se ha armado dentro de la Iglesia, sobre la celebración de la Liturgia. Algunos se inclinan por un modo serio, respetuoso y hasta trágico, y otros por uno popular, festivo, informal. Ni el gesto adusto de la ancianidad, ni la desmesura de la adolescencia; me gusta el sendero descubierto en la Catedral San Nicolás de Bari, de La Rioja: un coro de niños entona las canciones, acompaña los cánticos... Nada más cerca del "Dejad que los niños vengan a mí", y mas lejos de la soberbia y el orgullo, vicios de los que trata esta lectura del domingo 26.

“Sin duda, hermanos, ese pobre cubierto de úlceras, que yacía a la puerta del rico, fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán; eso es lo que leemos y creemos. En cuanto al rico vestido de púrpura y de lino y que cada día banqueteaba espléndidamente, fue precipitado a los tormentos del infierno. ¿Fue realmente el mérito de su indigencia el que valió al pobre ser llevado por los ángeles? ¿Y fue el rico entregado a los tormentos por culpa de su opulencia? Hay que reconocerlo: en este pobre se honró la humildad, y en el rico se castigó el orgullo.
Esta es brevemente la prueba de que no son las riquezas sino el orgullo el que fue causa del castigo del rico. Sin duda, el pobre fue llevado al seno de Abrahán; pero del mismo Abrahán dice la Escritura que tenía mucho oro y plata y que fue rico sobre la tierra (cf. Gn 13, 2). Si el que es rico es precipitado a los tormentos, ¿cómo pudo Abrahán adelantarse al pobre para recibirlo en su seno? Es que Abrahán, en medio de sus riquezas, era pobre, humilde, respetuoso y obediente a todas las órdenes de Dios. Y su desprecio de las riquezas era tal que cuando Dios se lo pidió, aceptó inmolar a su hijo para el cual destinaba aquellas riquezas. Aprendan a ser pobres y necesitados, lo mismo que posean algo en este mundo o que no posean nada. Porque se encuentran mendigos repletos de orgullo y ricos que confiesan sus pecados. Dios resiste a los orgullosos, lo mismo si están cubiertos de sedas que de harapos, pero concede su gracia a los humildes, posean o no bienes de este mundo. Dios mira al interior; eso es lo que pesa y lo que examina. Tú no ves la balanza de Dios: en ella se está pesando tu pensamiento. Mira: el salmista coloca en el platillo sus títulos para ser oído y escuchado cuando dice: Porque soy pobre y necesitado ( Sal 85,1). Cuidado con no serlo: si no lo eres no serás escuchado. Todo lo que a tu alrededor o en ti mismo te conduce a la presunción, recházalo. No presumas más que de Dios; ten necesidad únicamente de él y él te llenará”
San Agustín de Hipona, Comentario al salmo 85,3; CCL 39,1178-1179. Trad. en Lecturas cristianas para nuestro tiempo , Madrid, Ed. Apostolado de la Prensa , 1974, T 72.
Agustín nació en Tagaste, África del norte, el año 354. Luego de un largo y, por momentos penoso, itinerario en búsqueda de la verdad, en la Vigilia Pascual del año 387 recibió el bautismo. En todo este proceso su madre, Mónica, tuvo una influencia determinante. El obispo y el pueblo de Hipona lo eligieron para el ministerio sacerdotal en el 391. En 395, el obispo Valerio lo designó como su coadjutor, y cuando éste falleció, Agustín ocupó la sede episcopal. Murió el 28 de agosto de 430


¡DOS PARÁBOLAS EN UNA!

Esta parábola en dos actos, es la única que menciona el nombre de uno de los protagonistas, el del mendigo Lázaro, que significa: “Dios ayuda”.
El primer acto nos sitúa en la escena contrastante y pasajera de este mundo, donde abunda el pecado de omisión, frente a las necesidades primarias de los pobres. Desde una óptica comunitaria, es de sugestiva y dolorosa actualidad en nuestros países del tercer mundo.
Al segundo acto, podríamos llamarlo: la parábola de los cinco hermanos. En su desarrollo, el evangelista Lucas nos recuerda que la fe debe afirmarse en la palabra de Dios, y no en fugas hacia delante, como puede entenderse la reencarnación, o en el sensacionalismo de los milagros.
La reencarnación no soluciona nada. La única garantía de salvación consiste en convertirse aquí y ahora. Cristo es el único resucitado de entre los muertos. Es el Cristo de la Pascua , que eternamente joven, abraza nuestra historia desde el más acá, para proyectarla luminosamente hacia el más allá.